Quizá sea cosa de la edad. Quizá de compartir vacaciones con la familia (ese conglomerado de especímenes extraños que actúan de manera caótica cuando se relacionan); el caso es que estas vacaciones me ha dado por anhelar otras que ya pasaron: las de las costras en las rodillas tirantes al pedalear, la de las meriendas en la chopera, las de los primeros besos en lo oscuro, las del calimotxo y la charanga, las de las excursiones al pantano y otras tantas que no recuerdo pero que si que añoro sin saber cómo.
Veo a los niños correr por la plaza, bañarse en la ría, caminar por inercia a eso de la 1 de la noche y me dan envidia y, al mismo tiempo, no quisiera volver a aquello porque mientras les observo, sintiéndome como si tuviera 100 años, me reconforta este abrigo de madurez que me he dejado caer por los hombros. Les miro esbozando una sonrisa y cierro los ojos para que los recuerdos no se me vayan y es entonces cuando mi imagen corriendo por las cuestas, con la frente sudada, se me asemeja cercana; cercana y afianzada.
Me reconforta saber que viviré de nuevo la infancia a través de los ojos de Julen y que él, sin saberlo, me trae el pasado bueno. El de los bocadillos de membrillo ( ya ves tú qué invento), el de la candidez , el de los sueños tranquilos y el del futuro lejano.
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